PRIMERA
PARTE
Que trata
de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Quijote
Hechas, pues, estas prevenciones,
no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su pensamiento, apretándole a
ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los
agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sin razones que enmendar,
y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona
alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana antes del día, que
era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió
sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su
lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo, con grandísimo
contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen
deseo. Mas apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible,
y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a
la memoria que no era armado caballero, y que, conforme a la ley de caballería,
no podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y puesto que lo fuera,
había de llevar armas blancas, como novel caballero, sin empresa en el escudo,
hasta que por su esfuerzo lo ganase. Estos pensamiento le hicieron titubear en
su propósito; mas, pudiendo mas su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse
armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo
hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenía. En lo de las
armas blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen
más que un armiño; y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro
que aquel su caballo, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las
aventuras.
Yendo, pues, caminando nuestro
flamante aventurero, iba hablando consigo mismo y diciendo: «Quién duda, sino
que en los venideros tiempos cuando salga a la luz la verdadera historia de mis
famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a
contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera:‘‘Apenas había el
rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas
hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos
con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida
de la rosada Aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las
puertas y balcones el machego horizonte a los mortales se mostraba, cuando su
famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo
de Montiel’’.
Y era la verdad que por él
caminaba. Y añadió diciendo: ‘‘Dichosa edad y siglo dichoso aquel donde saldrán
a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en
mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio
encantador, quien quiera que seas, a quien ha de tocar ser cronista de esta
peregrina historia! Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero
eterno mío en todos mis caminos y carreras’’. Luego volvía, diciendo, como si
verdaderamente fuera enamorado: ‘‘¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo
corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el
riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra hermosura.
Plégaos, señora, de menbraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas
por vuestro amor padece’’.
Con éstos iba ensartando otros
disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en
cuanto podía su lenguaje; y con esto, caminaba tan despacio, y el sol entraba
tan aprisa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirse los sesos, si
algunos tuviera.
Casi todo aquel día caminó sin
acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque
quisiera topar luego con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo.
Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto
Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido
averiguar en este caso; y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha,
es que él anduvo todo aquel día y al
anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre; y que,
mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de
pastores donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad,
vio, no lejos del camino por donde iba, una venta, que fue como si viera una
estrella que no a los portales, sino a los alcázares de su redención le
encaminaba. Dióse priesa a caminar, y llegó a ella a tiempo que anochecía.
Estaban acaso a la puerta dos
mujeres mozas, destas que llaman ‘‘del partido’’, las cuales iban a Sevilla con
unos harrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada, y como
a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho
y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta se le representó
que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de reluciente plata, sin
faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que
semejantes castillos se pintan. Fuese llegando a la venta que a él le parecía
castillo, y a poco trecho della detuvo las riendas a Rocinante, esperando que
algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que
llegaba caballero al castillo. Pero como vio que se tardaban y que Rocinante se
daba prisa por llegar a la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y vio
a las dos distraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos
hermosas doncellas o dos graciosas damas que delante de la puerta del castillo
se estaban solazando. En esto sucedió acaso que un porquero que andaba
recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos (que, sin perdón, así se
llaman) tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le
representó a don Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de
su venida y, así, con extraño contento llegó a la venta y a las damas, las
cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte armado y con lanza y
adarga, llenas de miedo, se iban a entrar en la venta, pero don Quijote
coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo
su seco y polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada les dijo:
- No fuyan las vuestras mercedes
ni teman desaguisado alguno; ca a la orden de caballería que profeso non toca
ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como vuestras
presencias demuestran.
Mirábanle las mozas, y andaban
con los ojos buscándole el rostro, que la mala visera le encubría; mas como se
oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la
risa, y fue de manera que don Quijote vino a correrse y a decírles:
- Bien parece la mesura en las
fermosas, y es mucha sandez, además, la risa que de leve causa procede: pero
non vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante: que el mío non es
de ál que de serviros.
El lenguaje, no entendido de las
señoras, y el mal talle de nuestro caballero acrecentaba en ellas la risa, y en
él el enojo, y pasara muy adelante si a aquel punto no saliera el ventero,
hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura
contrahecha, armada de armas tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y
coselete, no estuvo en nada en acompañar a las doncellas en la muestras de su
contento. Mas, en efecto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó
de hablarle comedidamente, y así le dijo:
- Si vuestra merced, señor
caballero, busca posada, amén del lecho (porque en esta venta no hay ninguno),
todo lo demás lo hallará en ella en mucha abundancia.
Viendo don Quijote la humildad
del alcaide de la fortaleza, que talle pareció a él el ventero y la venta,
respondió:
- Para mí, señor castellano,
cualquier cosa basta, porque mis arreos son las armas; mi descanso, el pelear,
etc.
Pensó el huésped que el haberle
llamado castellano había sido por haberle parecido de los sanos de Castilla,
aunque él era andaluz, y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que
Caco, ni menos maleante que estudiantado paje, y así le respondió:
- Según eso, las camas de vuestra
merced serán duras peñas, y su dormir, siempre velar: y siendo así, bien se
puede apear, con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones para no
dormir en todo un año, cuanto más en una noche.
Y diciendo esto, fue a tener el
estribo a don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad y trabajo, como
aquel que en todo el día no se había desayunado.
Dijo luego al huésped que le
tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en
el mundo. Mirole el ventero, y no le pareció tan bueno como don Quijote decía,
ni aun la mitad; y acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que su
huésped mandaba, al cual estaban desarmando las doncellas, que ya se habían
reconciliado con él; las cuales, aunque le habían quitado el peto y el
espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni quitalle la
contrahecha celada, que traía atada con unas cintas verdes, y era menester
cortarlas, por no poderse quitar los ñudos; mas él no lo quiso consentir en
ninguna manera, y así, se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que
era la más graciosa y extraña figura que se pudiera pensar; y al desarmarle,
como él se imaginaba que aquellas traídas y llevadas que le desarmaban eran
algunas principales señoras y damas de aquel castillo, les dijo con mucho
donaire:
– Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban dél;
princesas, del su rocino,
O Rocinante, que éste es el
nombre, señoras mías de mi caballo, y don Quijote de la Mancha el mío: que,
puesto que no quisiera descubrirme fasta que las fazañas fechas en vuestro
servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al propósito presente
este romance viejo de Lanzarote ha sido causa que sepáis mi nombre antes de
toda sazón; pero tiempo vendrá en que las vuestras señorías me manden y yo
obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros.
Las mozas, que no estaban hechas
a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si
quería comer alguna cosa.
- Cualquiera yantaría yo
-respondió don Quijote-, porque, a lo que entiendo, me haría mucho al caso.
A dicha, acertó a ser viernes
aquel día, y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado que en
Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacallao, y en otras partes curadillo,
y en otras truchuela. Preguntáronle si por ventura comería su merced truchuela,
que no había otro pescado que dalle a comer.
- Como haya muchas truchuelas -respondió
don Quijote-, podrán servir de una trucha, porque eso se me da que me den ocho
reales en sencillos que una pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que
fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito
que el cabrón. Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de
las armas no se pueden llevar sin el gobierno de las tripas.
Pusiéronle la mesa a la puerta de
la venta, por el fresco, y trújole el huésped una porción del mal remojado y
peor cocido bacallao y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era
materia de grande risa verle comer, porque, como tenía puesta la celada y
alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo
daba y ponía, yansí, una de aquellas señoras servía deste menester. Mas al dade
de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y
puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto
lo recibía en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada.
Estando en esto, llegó acaso a la
venta un castrador de puercos, y así como llegó, sonó un silbato de cañas
cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en
algún famoso castillo, y que le servían
con música, y que el abadejo eran truchas, el pan, candeal, y las rameras,
damas, y el ventero, castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada
su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado
caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura
alguna sin recibir la orden de caballería.
NARRATIVA
BARROCA
MIGUEL DE
CERVANTES SAAVEDRA (1547-1616)
Es el representante más brillante
de la literatura española y universal. Nació en Alcalá de Henares en un modesto
hogar de clase media y murió en Madrid. Participó activamente en la batalla de
Lepanto, donde quedó inútil de la mano izquierda. Prisionero de los piratas de
Argel, permaneció cautivo durante cinco años. De retorno a España, contrajo
matrimonio en 1584. Ejerció varios oficios, entre ellos el de recaudador de
impuestos. Fue amigo de Lope de Vega hasta que éste lo traicionó. Murió pobre y
sin un reconocimiento significativo de su obra.
Obras: En 1585
publicó su primera obra: La Galatea. En 1605 publicó la primera parte de
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y la segunda parte, en
1615. Aunque Cervantes cultivó con fortuna la poesía, como lo demuestra Viaje
del Parnaso (1614) y también la producción teatral, entre las que se
encuentran en sus entremeses (La guarda cuidadosa, El retablo de las
maravillas, etc.), la tragedia El cerco de Numancia y la comedia Pedro
de Urdemalas.
Pero,
donde su verdadero genio se hace patente es en la prosa: La Galatea, novela
pastoril; Los trabajos de Persiles y Segismunda, novela de tipo
bizantino; las doce Novelas Ejemplares, entre ellas “Rinconete y Cortadillo”
y “La gitanilla”. “El coloquio de los perros”, que reviste a
la vez un carácter costumbrista y picaresco; “EI licenciado Vidriera”, novela
de intención satírica; “La ilustre fregona” y “La fuerza de la
sangre”, novelas de amor y aventuras. Cervantes alcanza universalidad y
perennidad con la novela El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, considerada
hasta hoy como una de las más grandes obras literarias de todos los tiempos.
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